Un año a orillas del Pacífico: mi experiencia Fulbright en UC San Diego

Rosa Illán Castillo, doctoranda de la Universidad de Murcia y becaria Fulbright de investigación predoctoral gracias al apoyo de la Fundación Séneca

Hace tan solo un mes que regresé a Murcia, España, tras disfrutar de la que, hasta el momento, ha sido la mejor experiencia de mi vida a nivel profesional y personal. California, como no es de extrañar, siempre había sido un destino soñado para mí, y la Universidad de California, San Diego (UCSD), deambulaba por mi mente desde que me inicié en el mundo de la investigación hace unos años. Su departamento de Ciencia Cognitiva ha visto –y sigue viendo a diario– pasar por él a muchos de los principales investigadores en mi ámbito. Mientras trabajaba leyendo artículos firmados por ellos, pensaba –a sabiendas de lo inverosímil de la situación– en lo fascinante que sería poder algún día compartir espacio con ellos y trabajar en aquellos laboratorios.
Dada la curiosidad y el interés que siempre he sentido por la vida académica en EE. UU., conocía la existencia de las becas Fulbright –símbolo de excelencia a todos los niveles–. No obstante, al igual que ocurría con la improbable idea de ir a UCSD, siempre las veía con el respeto y la distancia de quien sabe que está ante una de esas metas inalcanzables. Cuando recibí un email de la Fundación Séneca anunciando la convocatoria de becas Fulbright de investigación predoctoral, no lo dudé: era mi oportunidad. Aunque sabía que sería muy difícil conseguirlo, tenía que intentarlo. Y así se lo hice saber a mi grupo de investigación, que se volcó conmigo desde el principio. Todo el esfuerzo y el trabajo hechos en años anteriores debían ser ahora el trampolín que me impulsara en el camino hacia la consecución de una de las metas que siempre había soñado.

Tras semanas preparando la solicitud en las que conviví con una pizarra en mi habitación repleta de anotaciones sobre plazos de entrega y documentos necesarios, ya solo quedaba esperar y no pensar demasiado en el resultado. Nunca olvidaré aquella mañana de abril, hacía tan solo unos días que había llegado a Tubinga (Alemania) para una estancia de investigación, abrí el correo y vi un mensaje firmado por Alberto López, director de la Comisión, felicitándome por la concesión de la beca. De repente, aquellas dos ideas inverosímiles que me habían acompañado durante tantos años se habían fundido para hacerse realidad: ¡me acababan de conceder una beca Fulbright! y, por si fuera poco, ¡aquella beca tenía como destino California, en concreto UCSD! Era una oportunidad excepcional.

Si bien la creciente ilusión y las expectativas que se fueron forjando en los meses y semanas previos a embarcarme en esta aventura podrían haberse desvanecido a mi llegada, estas no hicieron sino acentuarse una vez aterricé en San Diego, “America’s Finest City” –así es como la llaman allí, y no les falta razón–. Pacific Beach, el barrio que fue – y de algún modo siempre será– mi hogar en San Diego, era un lugar de ensueño: hileras interminables de altas palmeras, el rubor de los atardeceres más bonitos que he visto nunca perdiéndose en un océano infinito y el rumor constante de las olas que acogían numerosas tablas de surf hacían de aquello un paraíso. Cuando visité por primera vez la Universidad de California, San Diego (UCSD), situada en La Jolla (otro lugar maravilloso rodeado de acantilados y playas donde descansan focas y leones marinos) y el que sería mi centro de trabajo, el Departamento de Ciencia Cognitiva, supe que las posibilidades de aprendizaje y de crecimiento profesional que allí podía conseguir eran inmensas. Di un primer paseo por el edificio principal del departamento y, al ver los nombres de los investigadores que allí trabajan colocados en las puertas de los despachos, sentí que me encontraba en mi Walk of Fame particular: buena parte de las lecturas de cabecera de mi tesis doctoral unidas en un solo pasillo. La vida investigadora en una universidad así es muy activa, y, a pesar de que la pandemia aún merodeaba con fuerza por nuestras vidas, pude disfrutar de numerosos seminarios y conferencias semanalmente. Trabajar en un entorno tan motivador me hizo ganar confianza en las distintas posibilidades y puertas que abre la vida investigadora, y comprendí que el esfuerzo y el buen hacer en el ámbito adecuado se ven recompensados. Las oportunidades allí son infinitas.

El paisaje y el centro de trabajo eran cautivadores; pero a esto se añadieron las personas que allí conocí y que tanto me han enriquecido personal y profesionalmente. Durante mi estancia en San Diego tuve la oportunidad de conversar y entablar relaciones de amistad con personas maravillosas de muy distintos lugares de Estados Unidos y del mundo, con quienes he compartido experiencias que siempre me acompañarán.
Uno de los pilares esenciales de Fulbright es el intercambio cultural. Poder introducirte de lleno en una cultura distinta a la tuya y aprender sobre ella es enormemente enriquecedor. Sin duda, estar a 10 000 kilómetros y con una diferencia horaria de -9h con respecto a tu vida en España hace que la experiencia sea mucho más intensa y profunda. Pero, además, la versión inversa, ser embajador de tu tierra y tus costumbres en otro país, es un privilegio enormemente gratificante que te ayuda a reconocer –en su sentido más literal de ‘volver a conocer’– tu propio lugar de origen.
En San Diego tuve la oportunidad de experimentar de primera mano muchas de las festividades más señaladas para los estadounidenses: la noche de Halloween, la cena de Thanksgiving, las fiestas plagadas de vasos rojos –sí, como en las pelis– o las barbacoas en la playa y el impresionante despliegue de fuegos artificiales del 4 de julio —Día de la Independencia—.

Durante el año que pasé en California recorrí este asombroso estado de abajo a arriba: road trips por la Pacific Coast Highway con el océano siempre como compañero (desde San Diego hasta San Francisco), escapadas a Los Ángeles (Santa Mónica, Hollywood, Beverly Hills, Malibú) por la Interstate 5; más al este, quedé impresionada por los montes y cascadas de Yosemite y por los árboles más grandes del mundo en el Sequoia National Park. También tuve la oportunidad de visitar lugares en estados vecinos –aunque muy distintos tanto en sus paisajes como en sus gentes–: Las Vegas (Nevada) me deslumbró por una noche, recorrí Arizona a través de las carreteras infinitas de la ruta 66 pasando por los pequeños pueblos de Kingman, Oatman, Seligman y Williams, hasta llegar a contemplar la inmensidad y belleza del Gran Cañón bañado por el río Colorado mientras caía la tarde, y conocí el hogar de la comunidad Navajo en el Cañón del Antílope. En definitiva, disfruté de unos paisajes que nada se parecían a lo que yo había conocido hasta el momento, en un país que me fue cautivando a lo largo y ancho de sus muy diversas formas. Gracias al apoyo de Fulbright y de la Fundación Séneca, pude también cruzar el país para asistir a un congreso internacional celebrado en Chicago, otro lugar indispensable que visitar. Allí compartí charlas con reconocidos investigadores a los que, hasta entonces, solo había tenido ocasión de leer.


Hace un mes que regresé a España, y de todo aquello me quedan ahora unos recuerdos imborrables, amistades y aprendizajes que siempre me acompañarán. Mientras escribo estas líneas he tenido que interrumpirme en varias ocasiones para conectarme por videollamada con estudiantes de UC San Diego, con los que sigo vinculada recogiendo datos para mi investigación. La oportunidad brindada por Fulbright y la Fundación Séneca ha sido de un valor incalculable. Particularmente, quiero agradecer aquí el trato siempre cariñoso y la impecable labor que realizan Victoria, Sara y Patricia -desde Fulbright– y Viviane –desde la Fundación Séneca- con quienes he estado en contacto desde el inicio de esta aventura y a lo largo de estos meses.
Me entristece pensar que esta experiencia en EE. UU. ya ha llegado a su fin, pero tengo la certeza de que ha dejado una huella muy importante en mi vida cuya impronta me acompañará siempre.

Rosa Illán Castillo, beca Fulbright para investigación predoctoral 2021