De Tabernas a Tabernash: un almeriense en las rocosas

Por Fernando Vidal Peña, becario Junta de Andalucía / Fulbright 2012-2014 en Colorado State University, P.h.D en química inorgánica

«¿Colorado? ¡Qué suerte tienes!»

Era un día soleado y cálido a principios del verano de 2012. Habíamos ido a la embajada de EE.UU. en Madrid para la entrevista obligatoria de inmigración, así que me había puesto unos pantalones largos y camisa. El embajador Alan Solomont nos recibía en su residencia, éramos un grupo de becarios Fulbright españoles recién elegidos. Nos íbamos a embarcar en nuestro viaje a los EE.UU. en apenas poco más de un mes. Un cocinero asaba hamburguesas en una parrilla bajo unas sombrillas. Había mostaza amarilla, salsa de ketchup, y pepinillos encurtidos repartidos por todas las mesas. De postre, unos brownies con helado de vainilla. “Para que os vayáis acostumbrando”, bromeaban. Una señora del equipo diplomático, con fuerte acento americano, se había acercado a nuestra mesa y se interesaba por nuestros destinos. Fue una respuesta inesperada para mí. No era uno de los anhelados destinos de la costa Este, como las Ivy League Schools, o siquiera cerca de una soleada playa en California o Florida. ¿Colorado? Vacas y vaqueros, pensé. Infinitas extensiones de cultivos de maíz. El estereotipo del oeste americano.

Nada más lejos de la realidad.

No tardé mucho en entender lo que atrae a los americanos a esta zona del corazón de su país. El Estado de Colorado (el “Centennial State”) es más complejo de lo que parece a primera vista, un estado partido por la mitad social y geográficamente. Al este se extienden las llanuras cuajadas de granjas agrícolas, indistinguibles de aquellas en los estados de Kansas o Nebraska. Éstos fueron una vez los dominios de muchas tribus de los pueblos nativos de Norteamérica. Efectivamente, es un territorio de maíz y tornados. Al oeste, dominan el paisaje las poderosas Montañas Rocosas, decoradas con bosques de pinos ponderosa y doradas alamedas de aspen, meandros de flores silvestres y cumbres de nieves perpetuas. Para aderezar las sierras, se le añade la historia de los exploradores españoles, primero, y de la fiebre del oro, después. Es una tierra de vacas negras (famosas por las hamburguesas de ternera “Angus”) y de pequeños pueblos mineros convertidos al turismo, el negocio del esquí y deportes de alta montaña. En el centro del Estado, a las faldas de las montañas y haciendo de cremallera entre esos dos extremos, se encuentra la vida urbana, joven y aventurera, una de las más sanas del país. Como una gran serpiente paralela a la interestatal I-25, el llamado “Front Range” se extiende al norte desde Cheyenne, en el Estado de Wyoming, hasta Colorado Springs y Pueblo al sur de Colorado, y pasando por supuesto por la zona metropolitana de Denver. Aquí es muy fácil ver águilas calvas, zorros, coyotes, y perritos de la pradera. Quizás un gavilán colirrojo haciendo círculos en el cielo, una trucha saltando en el río, o una serpiente de cascabel calentándose al sol junto a una carretera de grava. A los jardines de los pueblos bajan frecuentemente los ciervos mulos a comer bayas de sus arbustos. Los mapaches y las ardillas rebuscan en los contenedores de basura, y las mofetas se dejan notar por su olor característico en las frescas noches de verano. Las familias tienen acceso a grandes parcelas de terreno, con enormes jardines y alguna que otra ruta de senderismo cerca de la puerta de su casa. Los pumas de las montañas, aunque raramente se aventuran en los vecindarios, mantienen a todos conscientes de la naturaleza aún salvaje e indómita de este entorno.

En Colorado, conviven con naturalidad dos formas de ser muy singulares. Una, la de los condados rurales del este, aquella de los tradicionales rancheros que poseen grandes camionetas y llevan sombreros de ala y hebillas relucientes en el cinturón. Si viajas por aquí, encontrarás con facilidad emisoras de radio emitiendo música country continuamente. Gente normalmente republicana y religiosa, de mayoría blanca. Las urbes, por el otro lado, están influenciadas por la forma de vida de las montañas, dónde la naturaleza es aún virgen y respetada. Atrae a gente joven, con educación y dinero. La mayoría suele votar al partido demócrata. Su religión es la escalada, el senderismo o el snowboarding. Su pasatiempo es hacer una cima de montaña por la mañana y acabar con una cerveza artesana por la tarde. Aquí tienen más de 50 picos que superan los 4,2 kilómetros de altitud (los llamados “fourteeners”, por tener más de 14.000 pies de altura) y más de 150 microcervecerías para elegir. Ambas sociedades unidas por sus ferias y festivales de música, los autocines, la pesca de río con mosca, la bandera americana, los Broncos, y su amor por las barbacoas al aire libre entre los fines de semana del Memorial Day y Labor Day. ¿Preguntas por la marihuana? “Vive y dejar vivir” es una consigna popular.

Yo aterricé allí a mediados de agosto, justo cuando las últimas notas de luz carmesí pintaban bordes irregulares sobre el horizonte occidental. Mi primer viaje en carretera por este territorio fue en la oscuridad de la noche, solo con una maleta enorme y un estómago vacío para hacerme compañía. Era un pasajero anónimo más de otro vuelo retrasado. Originario de la provincia de Almería, una esquina no muy bien comunicada en el sureste español, tenía un acento inglés raro. Había cambiado las aguas de color zafiro del mar Mediterráneo por los grandes cielos cian sobre praderas y cañones secos de la meseta del Colorado. Sin embargo, los paisajes áridos no eran algo extraño para mí. Crecí sudando con el implacable calor del desierto de Tabernas, un nombre que se ha hecho famoso por Clint Eastwood y sus anticuados Spaghetti Westerns. Yo estaba acostumbrado a un paisaje de arbustos y de árboles flacos y tristes, unas tierras baldías erosionadas por tormentas ocasionales. De niño me pasé los veranos por toda la costa del Cabo de Gata, a unos 60 kilómetros al este. Allí, el desierto se vistió de volcán y se fue a una cita con el mar. Pensaba que estaba listo para el reto.

Para lo que no estaba preparado era para la belleza deslumbrante de estos enormes paisajes, las formas caprichosas de una tierra a una escala inconcebible. Antes de los que humanos pintaran sobre el campo las líneas divisorias de Estados y condados, estos monumentos se extendían de forma orgánica con una fuerza descontrolada. En la oscuridad de aquella primera noche, consumido por el miedo a lo desconocido y cegado por los reflejos de las luces traseras de otros coches, no podía imaginarme lo que la naturaleza había dispuesto para mí. En un par de años, por ejemplo, yo conduciría por el valle de San Luis luchando contra una tormenta armado solo con unos limpiaparabrisas frenéticos. Después de aclarar, los rayos filtrados del atardecer resplandecerían sobre las “Great Sand Dunes”. Su color ocre se marcaría contra las montañas nevadas, con un nombre tan solemne como Sangre de Cristo. Poco más tarde, montaríamos nuestras tiendas de campaña en una llanura arenosa y mojada, no muy lejos de la entrada al parque nacional. Como si hiciéramos contacto en un planeta alienígena, nos sorprenderían extrañas criaturas nocturnas: aquí, un rápido y peludo canguro-ratón; allí, una lenta y resbaladiza salamandra-tigre. A la mañana siguiente, nos levantaríamos antes del amanecer para cruzar el arroyo Medano y encontraríamos nuestro camino arriba y abajo por las crestas arenosas de estas majestuosas dunas, algunas de ellas de más de 200 metros de altitud.

Aquella primera noche en Colorado, la furgoneta del aeropuerto me había llevado a mí y a mis pocas posesiones como a una hora al norte de Denver. Había llegado por fin a un lugar llamado Fort Collins. Esta ciudad nació en el siglo XIX como un fuerte militar durante la conquista del lejano oeste americano. Mientras las diligencias viajaban en busca del Pacífico, un nuevo refugio fue erigido para proteger el paso Overland de los ataques de los Arapahoe y Cheyenne. Este campamento militar, el Camp Collins, fue la semilla de la que una ciudad emergería más tarde. El pueblo originario ya lo cruzaba el río Cache-la-Poudre, un nombre derivado del francés de aquella vez cuando unos de los primeros tramperos y comerciantes de pieles escondían pólvora en el cañón del mismo nombre, a unos 20 minutos al norte. Posteriormente llegó otro río, uno de acero y carbón, el que realmente parte a la ciudad en dos. Un río de largos ferrocarriles de mercancías que transportan toneladas de grano desde las Dakotas. Hoy en día es bastante normal quedarse atascado junto a uno de los pasos a nivel, esperando mientras 100 vagones o más son arrastrados por las locomotoras de Union Pacific o Burlington Northern Santa Fe como lentas y ruidosas orugas. Estas máquinas gritan con su bocina cada pocos metros, un ruido ensordecedor si estás cercas de las vías. Desde lejos, es más parecido a un leve zumbido, un sonido que cruza tus sueños a las 3 o a las 5 de la madrugada.

            Fort Collins, FoCo para los locales o “el Fuerte” para los pocos españoles que viven allí, es una ciudad universitaria. Como un papel cuadriculado dividido en casillas descomunales, la esquina superior derecha fue rasgada en algún momento por la mano del Cache-la-Poudre. El centro y la mayoría de mis cervecerías favoritas están repartidas por esta zona. Al oeste, el embalse de Horsetooth marca el límite con el resto de las estribaciones rocosas. Estampado en el centro de la cuadrícula, el campus universitario ocupa un rectángulo de una milla de ancho. Colorado State University, o CSU (la universidad pública del Estado), fue fundada aquí en la década de 1870 alrededor de una rotonda oval coronada por olmos centenarios. Con casi treinta mil estudiantes, lo que equivale a casi el 20% de la población total de la ciudad, CSU domina sus ciclos vitales. Durante los semestres de primavera y otoño, Fort Collins ruge con fuerza: corrientes de jóvenes estudiantes americanos y extranjeros van de clase en clase a las horas en punto. Buena suerte si quieres encontrar un aparcamiento para tu bicicleta, o un escritorio en la biblioteca para echar una hora extra de estudio. En las noches de fin de semana, el centro estalla con risas agudas y borracheras. Con tal fervor por el deporte al aire libre, la temporada de fútbol americano se disfruta con total entusiasmo. De hecho, un nuevo estadio de proporciones faraónicas abrió en el corazón del campus a mediados del 2017. Por el contrario, la ciudad se vacía durante las vacaciones. El parón del invierno es testigo de cortinas de nieve que cuelgan sobre los árboles del centro, iluminados ellos con luces blancas. Las calles se calman por fin, Fort Collins hiberna. Los únicos sonidos son aquellos de los pasos crujientes sobre las aceras nevadas. 

            La ciudad está creciendo con bastante rapidez, quizás por el empuje de aquellos despechados por los altos precios de vida en Boulder u otros lugares del Front Range cercanos a núcleos tecnológicos. Ésta es una ola moderna, inspirada en los estilos de Portland, en Oregón, o Brooklyn, en Nueva York. Refleja a una población de jóvenes barbudos que montan bicicletas antiguas y que beben sus cafés en grandes boles de porcelana y sus cócteles “Moscow Mules” en tazas de cobre. Sus bares favoritos sirven whiskeys de centeno y cervezas IPA envejecidas en barrica, sus menús están escritos a mano con tiza blanca, y sus paredes desnudas de ladrillo las iluminan con bombillas incandescentes. Ayuda bastante que la ciudad tiene una red fenomenal de carriles bici. Muchos de ellos cruzan parches de vegetación y arroyos verdes que sirven de cobijo para animales y plantas salvajes, creando verdaderos ecosistemas urbanos. Este amor por las bicicletas tiene su máxima expresión durante el “Tour De Fat”, un extravagante carnaval estival tematizado a partir de estos vehículos de dos ruedas. Organizado por la cervecería New Belgium, cada año consigue atraer a miles de personas, mezclando de alguna forma fantásticos disfraces con estupendas cervezas.

Mi aventura Fulbright empezó de hecho mucho más al este. Una semana antes de llegar a Fort Collins, yo había aterrizado en el aeropuerto JFK de Nueva York, a principios de agosto de 2012. Un puñado de extranjeros de varias nacionalidades nos subimos en una furgoneta en dirección al Centenary College, un “Liberal Art School” en Hackettstown (Nueva Jersey). En seguida dejamos atrás Manhattan y el puente George Washington para adentrarnos en el interior de la costa Este. Este pueblo tan pintoresco aún conservaba la decoración patriótica del 4 de julio. Cuando llegamos, niños pequeños jugaban partidos de béisbol al atardecer. En los pabellones de esta pequeña universidad, mezclaron juntos a unos 60 estudiantes de todo el mundo. Fue allí donde bebimos nuestras primeras pintas de Samuel Adams en el único bar de Main Street. Empezamos a calentar motores con el inglés, aprender algo de la cultura americana, y sobre todo a compartir nuestros planes y anhelos. Estaba en el lugar adecuado.

            El primer año en CSU pasó como un torbellino. El programa de doctorado empezó rápido, como una máquina bien engrasada. Aún algo desorientado, fui lanzado a tomar clases, pasar exámenes, y entregar proyectos. Antes de darme cuenta, estaba instruyendo un laboratorio de química general como profesor de apoyo (“teaching assistant” en inglés). Fue un reto difícil y demandante: tenía que dar unas clases interesantes en un idioma extranjero, estimular el interés por la ciencia, e imponer las prácticas de seguridad a varios grupos de estudiantes. Además del resto de tareas como estudiante de postgrado, tenía que calificar montañas de trabajos. Pero según iba mejorando mi inglés, y mi acento se aclaraba, me sentía mejor equipado y gané confianza en mí mismo. Pronto ya era parte de la comunidad universitaria, mezclado cómodamente con los flujos dentro y fuera del Lory Student Center y el Student Recreation Center.

Unos pocos meses más tarde, volvía a estar reunido con mis amigos Fulbright y otro centenar de becarios en Minneapolis para una segunda ronda de contacto. Era un mes de mayo frío y lluvioso; parecía que aquél invierno en el Medio-oeste nunca acabaría. Pero la gente fue de lo más reconfortante. El “Enrichment Seminar” empezó con una recepción en el centro de arte Walker, y también incluyó un tour por el río Mississippi, una cena con familias locales, y trabajo voluntario en varios programas de la ciudad. El lugar era inigualable para juntar semejante grupo de jóvenes artistas, científicos, ingenieros, y líderes sociales. Había tanto que compartir entre nosotros, y tan poco tiempo para hacerlo, que el intercambio de historias y las risas eran interminables.    

            Según el tiempo iba pasando, empecé a notar que pasaba las diferentes metas del doctorado: seminarios para el departamento en los semestres de primavera, exámenes escritos acumulativos de cara al final de otoño, el examen oral de candidatura un día de verano. Para entonces ya me había unido a un grupo de investigación en química de polímeros, y estaba totalmente entregado a desarrollar mi propia línea de investigación. Había encontrado el inestimable valor de la pasión por el trabajo, un camino de esfuerzo constante minado tanto con recompensas como con decepciones. Me sentía muy motivado de aprender nuevas habilidades y explorar los límites de lo desconocido. Aún más importante, tenía la suerte de contar con la experiencia y el apoyo de mi director de tesis, otros miembros de mi grupo, y de profesores visitantes. Conocí a muchos ponentes de charlas de todo el país, profesores de alto prestigio internacional en sus áreas de investigación. Cuando se presentó la oportunidad, estuve encantado de almorzar con el premio Nobel de química Prof. Robert H. Grubbs. Inspirado y animado por estas figuras, he querido compartir mis descubrimientos con otros científicos, y desde entonces he publicado artículos y atendido conferencias tanto en España como en los EE.UU.

Lo que ha hecho mi viaje tan apasionante ha sido sin duda la gente que he conocido. Por suerte para mí, el matrimonio jubilado de los Morgan me adoptó durante mis primeras semanas en Fort Collins a través de un programa para estudiantes internacionales. Su generosidad me ayudó enormemente para navegar mi adaptación, y su amistad me acompañó hasta mucho después de haber abandonado su casa. En CSU también había un grupo bastante activo de becarios Fulbright que se reunía semanalmente para charlar alrededor de unas tazas de café, y cada verano organizaba barbacoas al aire libre. Algunos de ellos se convirtieron en mis mejores amigos. También tengo un recuerdo muy querido de las horas de trabajo hasta bien entrada la madrugada con compañeros de clase que se convirtieron, primero, en grandes amigos y, más tarde, en compañeros de piso. Conversaciones trascendentales, y otras no tanto, aderezadas con salsa picante, Tame Impala y Fleetwood Mac. Hice amigos en otros campos, algunos de ellos no relacionados con la universidad. También encontré a mi pareja, el amor de mi vida y la persona con la que quiero compartir el resto de mis aventuras. Después de muchas excursiones, acampadas y viajes en coche, puedo decir que he disfrutado los grandes paisajes al aire libre con gente realmente maravillosa.

            Ya han pasado 3 años desde que defendí mi tesis doctoral y me gradué con un doctorado en química en CSU. Mis padres vieron a través de la pantalla de un ordenador, 8 horas por delante y a 8.000 kilómetros de distancia, cómo su hijo daba una presentación en inglés sobre sus anteriores cinco años de esfuerzo. Aquella pequeña aula estaba atestada. Desde entonces soy un investigador postdoctoral en la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, sólo a un tiro de piedra de la ciudad de Nueva York. Aquella misma ciudad que me vio aterrizar por primera vez a este país, y que desde entonces he llegado a conocer bastante mejor. Ya no me quedan las cumbres nevadas de Longs Peak, o los lagos helados en las montañas. He cambiado aquellos paisajes por las luces de Times Square, los cerezos en flor de Central Park, las bandas de jazz de Greenwich Village, y las cortinas doradas de la Met Opera. El Cabo de Gata está un poquito más cerca que antes, pero así también lo están las fabulosas casas victorianas de Cape May, el puerto de Baltimore, y la costa llena de pinos de Maine.

Este capítulo de mi vida en los EE.UU. está llegando a su fin. Ha sido un largo y emocionante recorrido. Los tiempos son muy distintos ahora. Con ellos he sido transformado, una experiencia vital catalizada nada menos que por el programa Fulbright. Por ese motivo, quiero expresar mi más sincero agradecimiento a todos aquellos que han hecho posible esta historia: la Junta de Andalucía, por creer en mí y financiar este loco viaje de crecimiento personal; el equipo de la Comisión Fulbright en España y el International Institute of Education en los EE.UU., por su apoyo infatigable; Christy Eylar y el conjunto de la oficina internacional de CSU, por ser auténticos ángeles de la guarda; y por supuesto, mi familia, por soportarlo todo pacientemente desde el otro lado (quizás el más duro), mientras me proveían de un cariño y amor infinito.

Quizás no cuente con una carrera diplomática, pero me considero sin lugar a dudas un embajador “con suerte”.

Fernando Vidal. Jersey City, May 2020