Primer semestre finalizado en Russell Sage College y primera sensación de nostalgia y melancolía por lo que fue y por lo poco que queda. Antes de aterrizar en los Estados Unidos y durante los primeros días, me sentí a caballo entre la ilusión y el vértigo; ilusión por descubrir un nuevo país, una nueva cultura, por conocer a sus gentes, sus paisajes; y vértigo por sumergirme en un medio nuevo en el que me planteaba si sería capaz de adaptarme, como pez en el agua. Muchas dudas, siempre me pasa, pero así es cómo empiezan las historias memorables, al menos las mías.
Me encuentro en una pequeña ciudad de 60.000 habitantes que cuenta con dos instituciones universitarias y con la suerte de situarse cerca de la capital del estado de Nueva York, Albany. Troy se encuentra a tan sólo 20 minutos en autobús de Albany. Gracias a su localización, mi vida social es bastante activa: partido de hockey sobre hielo, sesiones de cine, clases de percusión, eventos de baile para contradance, para salsa, para swing, espectáculo de flamenco y patinaje sobre hielo entre otras. Me he apuntado a todo y sin saber dónde me metía. Nunca había bailado swing ni tampoco contradance, siempre había pensado que era arrítmica e incapaz de tocar un zurdo o un djembé, creía que el hockey sobre hielo era típico de Estados Unidos (además de Canadá) y nunca antes había tenido la oportunidad de hacer couchsurfing. Sin embargo, aquí me he lanzado. Es lo que tiene cambiar de aires, te rehaces a ti misma constantemente.
Sin embargo, el logro no es sólo mío tengo la suerte de contar con una compañera de aventuras que, como ella diría, “es divina”. Nos conocimos en la orientación de bienvenida que en nuestro caso tuvo lugar en Phoenix, Arizona. Después de cinco días asistiendo a conferencias que nos preparaban para el desempeño de nuestra labor, dejamos al resto de compañeros y volamos juntas a Albany. Desde entonces nos hemos convertido en uña y carne. Ella es de Argentina por lo que el muro del idioma se derrumbó fácilmente pero con algunos “peros”. Es cierto que hablamos español pero dos variantes que distan mucho. Si para mí, el corn es maíz, para ella es choclo, el aguacate es palta, el melocotón durazno y por cambiar de campo léxico la falda es pollera, el jersey es buzo y la chaqueta es campera. Cuando mi mente no se quiere esforzar y le digo mientras señalo “dame el este”, ella se ríe porque su “este” se utiliza más como un marcador discursivo. Lo que para mí es guay, para ella es copado. A las diferencias léxicas, sumamos la pronunciación, la entonación y la gramática: “Vos podés sshevar las sshaves”. Nos reímos mucho y aprendemos la una de la otra. Las dos llegamos con el espíritu abierto a cualquier circunstancia, es lo que nos ha unido y nos ha permitido experimentar nuevas sensaciones y gozar del tiempo que disponemos aquí.
A principios de diciembre, fuimos a Washington DC a la conferencia que reunía a los 400 lectores Fulbright de 50 países diferentes que este año tenemos la suerte de disfrutar de esta experiencia. Alojados en el mismo hotel, asistimos a conferencias sobre lengua y cultura, diversidad lingüística, estereotipos del lenguaje, adquisición de lenguas extranjeras y psicolingüística entre otras. Por una parte, he tenido la oportunidad de conocer a compañeros de profesión de todas partes Argentina, Francia, Túnez, Japón, Rusia, Turquía, Kazakstán, Filipinas, Iraq, Tayikistán, Tanzania, Brasil, Egipto y la lista continua. Por otra parte, me ha permitido asistir a conferencias sobre lingüística y cultura presentadas por sabios maestros de la materia. El año pasado hice un Máster de Lingüística Hispánica. En una de las asignaturas, Diversidad Lingüística, leí un artículo sobre un profesor estadounidense que se dedicaba a viajar y a tratar de transcribir y registrar lenguas en peligro de extinción. Me enamoré de la idea. De repente me imaginé a mí misma yendo a los lugares más recónditos del planeta para conocer y convivir con individuos, posiblemente los últimos hablantes, de lenguas con un futuro agorero. Imaginad quién fue el primer ponente de la conferencia. Así es, fue él. David Harrison, el lingüista que me reveló qué quiero ser de mayor. La conferencia no podía empezar con mejor pie. Además de conferencias, también hubo tiempo para conocernos. Había un bar irlandés, no muy lejos del hotel, que fue nuestro punto de encuentro durante las cuatro noches de Washington DC y es que una lección no escrita que hemos aprendido aquí es a no perder el tiempo.
Volviendo a un tono más sobrio, estando en Washington fue cuando me di cuenta de la importancia de este programa y del enriquecimiento que me está proporcionando. Estoy ganando experiencia profesional al mismo tiempo que intento desarrollar pequeños proyectos con los estudiantes. Uno de estos proyectos lo llevé a cabo con cuatro lectores de español, David, Esther, Pablo y Ana. Cada uno de nosotros aportó su granito de arena para construir una actividad que, posteriormente, fue seleccionada –entre otras- para que la presentásemos en la conferencia de Washington DC. Esa es una de las grandezas de este programa: los proyectos son factibles. Si alguno del inmenso grupo de FLTAs está gestando una idea y necesita colaboración o participación, un buen puñado de compañeros se va a prestar a llevarla a cabo. Siempre hay gente dispuesta a unirse a los planes –no sólo académicos, sino también de ocio- ya sea mi compañera de aventuras argentina, los FLTAs de España o los FLTAs del resto del mundo. No hay proyecto demasiado grande, no hay idea irrealizable: se han abierto las puertas de lo inimaginable.
Andrea Pastor Torres
2015 FLTA Russell Sage College